UN DOMINGO VERANIEGO EN MILANO
Aunque tampoco sea una de las cosas más conocidas de esta ciudad, he de decir que algunos días hace un calor que, hasta un tío como yo cercano a los vientos del desierto, tiene que bajarse los pantalones y buscar desesperadamente una salida para no pasar todo el día encerrado en la sauna en que se convierten las casas. Y, como no, la piscina se presentó como la mejor de las ofertas. Pues dicho y hecho, cogimos Danio y yo nuestras bicis, miento, la mía y otra que pillamos prestada a un vecino, porque al salir nos dimos cuenta que la bici de Danio estaba pinchada, así que la que más polvo tenía en lo alto (falta de uso), para nosotros. Operación salida. Calor afixiante sobre el asfalto. Ni un alma en la calle. Ciudad desierta, extrañamente desierta.
La piscina es una instalación que aún debatimos si de los años 30 o de los 50, pero lo que no le quita nadie es un aspecto de cárcel rancia de película mala que no veas. Pero cuando pasas la parte de los vestuarios y se abre ante ti la piscina, juro que llama mucho más la atención el mogollón impresionante de gente que allí se mete que el agua en sí. Creo que la imagen que os envío esta vez habla por sí sóla. ¿Dónde está el césped? o, mejor dicho, ¿Cómo se puede hacer una piscina pública sin casi zona verde y con mucho cemento? Pues si que se puede, ¡joder si se puede!. Lo único positivo es que el agua estaba bien fresquita (creo que se abastece de un venero de agua o algo parecido) y con mi gorrito de baño apretándome las ideas (con el que, por cierto, no se puede estar más sensual...) me pegué mis cuatro larguitos, cumpliendo mi ración de deporte de la semana. Un día de calor superado
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