miércoles, mayo 24, 2006

EL TRANVÍA
Aunque es una cuestión que, por tópica, seguramente, comparto con otra mucha gente, no puedo evitar sucumbir al encanto que me producen los tranvías. Hasta este momento, siempre he predicado que, una de las cuestiones fundamentales para que una ciudad se me muestre como habitable, cercana, era el hecho de contar con un centro histórico capaz de llevarme a la evasión más absoluta perdido por sus rincones. Milán, aunque mucha gente me diga lo contrario, tiene esta característica. A ello se suman dos cuestiones fundamentales, el tranvía, en primer lugar, y la bicicleta (merecedora de un artículo independiente).
La maraña de cables con los faroles colgados en el medio de la calle es una imagen que, aunque he encontrado en muchas ciudades europeas que he visitado, no deja de atraerme. Y debajo de esa tela de araña, el tranvía, que recorre, siempre pausadamente, las difentes arterias de la ciudad, a un ritmo que nada tiene que ver con la velocidad de la ciudad actual. El epicentro de toda esta gran maraña se encuentra, como no podía ser de otra manera, en torno al Duomo, corazón de la ciudad. ¿Quién no se sintió alguna vez cautivado por un tranvía?. Esta ciudad mantiene en funcionamiento algunos ejemplares dignos de un museo, de un sólo vagón, a los que se accede subiendo el peldaño de apoyo de madera que aún conservan en perfecto estado . Es todo una reliquia y para mí, todo un espectáculo del que no me puedo abstraer. Las calles surcadas por raíles parecen indicarnos un camino incierto hacia no se sabe dónde. A la vuelta de la esquina de casa me encuentro con ellos, con los raíles que, constantemente, son surcados por los vagones y las máquinas del tranvía 3, que recorre de norte a sur la ciudad, ofreciéndome en mis paseos la posibilidad de ver la ciudad como si de un corte abierto se tratase, mostrándome la belleza y la miseria de esta ciudad separadas, y a la vez unidas, por los railes que guían al tranvía 3.